CINCO BREVES DE LA PLAYA
por César A. Bustos
Era aún muy pequeño cuando, por imitar a los más grandes, empezó a construir su propio castillo de arena. Al otro día vio que había desaparecido en manos de las aguas destructoras. Con paciencia, una palita de juguete y algunos golpes de palma, lo volvió a levantar, esta vez algo más grande.
Así transcurrieron lluvias, mareas, vientos y sequías; todo conspiraba contra su obra. Sin embargo, no hubo jornada que lo viera cejar en su esfuerzo, y el castillo siempre estuvo ahí, creciendo, mutando, haciéndose más y más fuerte.
Ya de grande le agregó tirantería de quebracho para fortalecerlo aún más; luego le puso aberturas de cedro, y vio que lucía mejor. Tampoco descuidó el lujo, y en sus pisos pronto brilló la cerámica importada, de su techo pendieron enormes arañas de cristal, y sus paredes comenzaron a exhibir costosas obras de arte.
Aún hoy se yergue altivo, impertérrito, rodeado de la belleza del mar y la montaña. Quien lo conoce no puede menos que admirarlo. Aunque una verdad se cierne sobre él como espada de Damocles: nunca dejará de ser un castillo de arena.
El señor Gelles amaba la soledad de aquella playa. Con su esposa se instalaron allí hace años, en una modesta cabaña de madera. Sólo el arrullo del mar y el canto de las gaviotas acompañaban sus días en las arenas olvidadas. Allí nacieron todos sus hijos, allí crecieron, se casaron y construyeron nuevos hogares. Llamados por la belleza y tranquilidad del paisaje y viendo que el lugar estaba habitado por familias amables, pronto se instalaron nuevos pobladores en las cercanías. Así la villa se transformó en pueblo y el pueblo en un floreciente centro turístico. Se levantaron hoteles, posadas y lugares de entretenimiento. La playa se sembró de gente y de bullicio, y desde entonces las gaviotas sólo se atreven al anochecer. Un día el patriarca del lugar no pudo más con su nostalgia y enfermó. Lo internaron en un hospital muy tranquilo, perdido en la soledad de los acantilados del sur. Pero el señor Gelles no se repone, añora el murmullo del gentío en su playa.
Su bisabuelo fue uno de los primeros en dar vida a los balnearios marplatenses. En su casa siempre abundaron las fotografías en blanco y negro donde las estrellas son los antiguos miembros de la familia y el marco, la antigua rambla de madera. Todos lucen esos trajes de baño que apenas dejan ver los tobillos y adoptan poses estudiadas. En algunas vistas se destaca el torreón, a medio construir, en otras una calle San Martín angosta y cruzada por carricoches; también hay postales que muestran grandes mansiones con cúpulas triangulares y una Avenida Independencia de tierra, casi despoblada... ¡Cuánto ansiaba conocer esos lugares encantados! ¡Cuándo sería el día... !
Y el día llegó. Con toda la energía juvenil, se despidió de su familia y tomó el Chevallier con rumbo a la Perla del Atlántico. Pero la desilusión pronto lo ganó, a tal punto que hoy, pasados unos cuantos años, sólo conserva un vago recuerdo en tonos grises de unas frías paredes de edificios, flanqueando unas asfixiantes avenidas, y se consuela con las viejas fotografías que ahora muestran el rojo de las techumbres y el colorido de los pañuelos de las damas.
—Once años —sollozaba la dama al atardecer—, once años cumpliría hoy mi pequeña.
Los puesteros del lugar la conocían bien; era aquella señora que perdió a su hijita de cuatro años en esa playa, la misma que desde entonces veían sentarse y quedarse contemplando la inmensidad del mar hasta bien entrada la noche. Nadie sabía de donde era, aunque seguramente no de muy lejos. Nadie se animó a preguntárselo, de la misma manera que nadie había podido responderle aquella vez, qué había sido de su pequeña.
Ese día la vieron acurrucarse una vez más en la arena y permanecer así, ausente, en medio de las gaviotas que inspeccionaban la basura arrojada por los turistas. También observaron a esa joven de unos trece o catorce años, que contemplaba la escena desde lo alto de la explanada. El brillo de una lámpara de mercurio recién encendida, delató una lágrima furtiva que se deslizaba por su mejilla. Todos estaban seguros de haberla visto ya por el lugar, en situación similar.
Pero esta vez la vendedora de garrapiñada no pudo más con su genio; se acercó y le preguntó con tono maternal:
—¿Te pasa algo querida?
Y la niña respondió entre sollozos:
—En esta playa perdí a mi madre.
Estaba sentado en la playa, solo, contemplando la inmensidad y dejando vagar su imaginación. ¡Qué asfixiante debe ser —pensó—, ser un grano de arena! Allí, quieto, enterrado bajo miles de semejantes, o en la superficie, a merced de vientos y mareas que me lleven a ninguna parte. Mejor una molécula de agua —concluyó—, pues tiene mayor fluidez y es de esperar que pueda recorrer el mundo en poco tiempo... Sin embargo tampoco decide su destino. No cabe duda que los seres vivos tienen sus ventajas: ¿por qué no un pez?... Aunque el pez tiene un territorio acotado. Quizás un pájaro, que puede volar a los cuatro vientos... Pero tiene que vivir cuidándose de sus predadores... Ya sé: un cóndor, que no tiene límites de altura y no le teme a nadie... Mmm, no. El cóndor es muy pesado y no puede cruzar los mares. El hombre hoy vuela más alto que él; incluso hasta la luna ha llegado. La clave está en el hombre del futuro. Sí, el hombre del futuro, con sus viajes intergalácticos y su dominio del espacio-tiempo, con sus posibilidades de materialización y desmaterialización, con la exploración de los cuasares y de los agujeros negros... Pero ¿existirán esos lugares remotos?, ¿llegará a conocerlos?, ¿habrá hombre del futuro?, ¿no será mejor el hombre del presente, que aún puede viajar con su pensamiento a cualquier rincón del espacio y del tiempo?
César A. Bustos
19/11/2000