LA SERPIENTE DE DOS CABEZAS

por César A. Bustos

La antigua tradición le había asignado un extraño propósito, tan extraño como su apariencia. Era una meseta de forma triangular, sin nada de vegetación, con un suelo de roca brillante, que visto desde el espacio semejaba a un rubí engarzado en la selva tropical. Allí no hacían nido las aves, no cazaban los carniceros, los reptiles no se atrevían. No distaba mucho de Navadvipa, el pueblo natal de Caitanya, pero sus habitantes también le rehuían.

Jayadratha Kashmiri no, él pasaba horas, días, semanas enteras meditando en la soledad del paraje. Nadie lo seguía. Para su gente era un sannyasa, había renunciado a las exigencias mundanas para dedicarse sólo a la vida espiritual. Cuando bajaba, algunos se sentaban a su alrededor para escuchar sus lecciones; era uno de los pocos que manejaba el alfabeto devanagari, la escritura de los devas, o dioses, ése de las trece vocales y treinta y cinco consonantes.

Cierta vez, en el centro del gran triángulo, encontró una pequeña mancha negra y supo que algo significaba. A partir de ese momento, siempre se lo vio sentado a su lado, observándola crecer, como quien observa nacer el sol. Las lluvias no la borraban; por el contrario, cada día se afianzaba más y cobraba una forma definida: era como un dibujo a pluma de una serpiente de dos cabezas. Cuando por fin alcanzó el tamaño de una manzana, Jayadratha supo que la hora había llegado. Lentamente se tendió sobre ella, de manera que quedara a la altura de su pecho y se quedó así, contemplando el cielo.

Al otro día bajó al pueblo y fue recibido con regocijo. Su semblante había cambiado; dentro de su parsimonia se lo veía más alegre que de costumbre, sus ojos tenían un brillo diferente. A partir de entonces, sus enseñanzas fueron más ricas que nunca, su palabra más sonora. Contó mil historias de los pueblos primitivos; narró los orígenes del universo; abundaron las parábolas; hasta los chicos más pequeños dejaron de jugar para seguirlo. Respondió mil preguntas menos una, que nadie se atrevió a formular: aquella sobre la razón de tan extraño tatuaje en el pecho. Jamás mencionó palabra sobre ello.

No era común en su cultura, pero pronto se habituaron a ver en su maestro ese dibujo con forma de serpiente de dos cabezas. Lo asociaron con las nagas, aquellas que median entre los dioses y los humanos, tal como lo hace el arco iris. Desde aquel día, el maestro se quedó a vivir con ellos; ya no subía a la meseta, ya no rehuía el bullicio de su gente. Y la voz se corrió. De pueblos vecinos comenzaron a venir a escuchar sus lecciones, a disfrutar sus historias; los viajeros se detenían de ex profeso. Hasta de Calcuta llegó meses después un anciano, para ver al sannyasa, cuando el tatuaje ya había alcanzado el tamaño de su torso. Para entonces las dos cabezas de la serpiente ya estaban a la altura de sus clavículas, y parte de la cola enroscada se perdía bajo la cintura.

Así transcurrió el tiempo y las piernas y los brazos comenzaron a lucir el color de la tinta, con trazos cada vez más apretados. La barbilla, luego la cara y las rodillas, después los pies y las espaldas, todo se tornó violáceo, casi negro. El sannyasa no demostró temor en ningún momento; pero al final su semblante volvió a cambiar. Y su gente lo notó. Otra vez el silencio, otra vez largas ausencias; todos extrañaban sus historias. La última vez que lo vieron ya no conservaba ni un trozo de su piel con el color original. Se retiró en silencio a la meseta triangular; nadie se animó a seguirlo. Sin embargo la tradición cuenta que una vez allí, se tendió en el centro y se quedó contemplando el cielo. Y la piedra comenzó a teñirse a su alrededor.

Tiempo después, desde lo alto del Vaikuntha, los devas repararon en esa meseta triangular y en su dibujo: una serpiente de dos cabezas que la abarcaba casi por completo. Y en su vientre descubrieron una diminuta figura humana. Entendieron el mensaje.

César A. Bustos

29/11/2000