Elegía para los viajeros silenciosos
por César Carlos Bustos
(Primer premio concurso "Ciudad y Templo", 1985, seudónimo: Jacinto Luna)
Feliz aquel que pudo decir adiós al alba y a la piedra,
y entrar profético en la muerte como en el cuerpo de una amante fiel.
N. Silvetti Paz.
Al sur, al Sur,
más allá del aciago tormento de las nieves,
más allá del delirio de los vientos yaganes y el marasmo insondable,
al Sur,
están allá tendidos en el exilio cruento de los días finales,
convocados por una infausta ley o una vieja locura de los hombres.
Al Sur, bajo esa gran apertura de los cielos australes,
ellos descansan en un verdín sombrío
solitarios y leves,
algunos dialogando con las agrias medusas
cuando la sangre entera ya no pesa y los huesos,
sus huesos se han vuelto como pájaros sobre las tardes amarillas.
¿Y quién velará sus sueños de infantes desolados,
quién les dará su óbolo entrañable,
o la dulce nostalgia que los nombre por las ciegas mañanas?
Fueron rostros un día, como el tuyo o el mío, aún llevaban la niñez adentro
y limpias manos que se alzaban altivas,
bajo esa magia de la luz que los bañaba enteros
sobre un verde encantado.
Pero ahora,
ahora son viajeros del silencio, adversas criaturas
de las densas vigilias; de lo terrible y sólo coronando
los círculos que ahondan la marea del tiempo, cada vez más profundo,
donde el aire es sólo un agujero en las tinieblas que silba por las noches
y recorre las largas galerías que albergan sus carbones.
Oh, nadie nadie los mira,
en ese su limbo sin sonidos, junto a un grave paisaje de azufrada presencia
o un colchón tan hondo de aguamarinas blondas,
que el Sur mueve sin pausas como un aura olvidada en ese eterno viaje
de extrañas singladuras.
¿Qué nos importa ahora, dirán como en sordina,
"qué nos importa ahora si ya hemos olvidado la tibia carnadura
que nos ligaba al reino de vuestros esplendores en la tierra, y los años,
sí, los años ya no cuentan su rosario encendido sobre la piel,
ni hacen mella sobre las sienes o los efímeros párpados helados"?
Entonces cunde la inmensidad, ese gran infinito,
que nos envuelve lento sobre las islas,
donde todo se esparce con esa desmemoria de cenicientas lluvias
en mareas que ahondan los óvalos del tiempo, desasidos de soles y de otoños,
o del dulce tegumento de las venas clausuradas
al corazón del mundo,
o cuando los húmedos cabellos se disuelven livianos
como una ardiente hiedra, oh, tenaz todavía, enmarcando los rostros.
Son ellos, son ellos que llegan a mi canto, letanías,
que se vuelcan al Sur,
como puras vidalas de gratitud dolida
o ceniza apretada que aventan esas rachas oscuras, fantasmales,
dibujando el linaje de sus hondas nostalgias.
¡Ah, fieles desterrados!
¡Déjenlos por allá que se hagan salmos en esa tierra amarga!
¡Sí, déjenlos por allá que se hagan piedras o arenas impalpables,
más solos que la sombra que los peina en secreto por las noches,
más solos todavía,
que una esfinge de roca o un holocausto inmenso que perdura
como teas dolientes de un adiós decretado para siempre!
¡Pero de qué sirve la copla o la ternura de las elegías,
si ellos son de puro silencio, trasplantados
hasta esas arenas irredentas, terminales,
en el sueño sin pausas allí donde las ráfagas mutilan
como un cuchillo de Dios,
apagando ese pétalo encendido de sus pequeñas huellas sobre el mundo!